Yo, mientras tanto, intentaba recomponerme de lo que acababa de suceder hacía escasos minutos, bebiéndome un sencillo vaso de agua del grifo a, exactamente, algunos centímetros del codo de Vicente. Aunque no sabía, ni sé, su nombre, decidí bautizar así al de la clase magistral de escepticismo. Escuchar todo aquello era lo que menos necesitaba. Sólo podría haber sido peor si lo rematara diciendo: “Y, además, el motor de agua está inventado, pero las empresas petrolíferas han comprado la patente con claros y escandalosos intereses lucrativos”, o incluso “…las cucarachas sobrevivirán a la desaparición de la humanidad y poblarán toda la tierra”. Porque no era la primera vez, ni de lejos, que escuchaba ese gran dogma sobre lo absurdo de tener en casa un rudimentario sistema de clasificación de residuos, una verdad intocable que todo el mundo sabe pero que nadie ha visto con sus propios ojos. Y no me apetecía escuchar a Vicente ni ver la reacción de completa indiferencia reflejada en el careto de Jaimito, éste es el nombre que puse a su circunspecto pupilo. No tenía ningunas ganas de prestar atención al monólogo porque aquello me recordaba a una cuarta gran verdad indiscutible:
“Oye muchacho” dije llamando la atención de Vicente, “te agradecería que te callaras, por lo menos un rato, hasta que yo me acabe el vaso de agua y pueda irme a llamar a una ambulancia”. Mientras Vicente se giraba hacia mí para ver cuál era el problema, Jaimito aprovechó para escapar de él sin ni siquiera pagar la consumición. “¿Cuál es el problema amigo?”, parecía ser que no escatimaba en el uso de esa palabra para definir a quienes estaban delante suyo, aunque al fin y al cabo yo le había llamado muchacho. “El problema está en que has escogido el peor momento para hablar de lo que estabas hablando, porque al escuchar por enésima vez esa historia, he recordado que
“No quiero suicidarme, suele ser mortal e irreversible. El problema es que estoy aquí, noche del 24 de diciembre, bebiendo agua del grifo después de entrar pidiéndole al camarero que me dejara hacer una llamada y me pusiera… pues eso, un poco de agua del grifo”. Entonces el robusto profesional de la hostelería que era aquél camarero, apareció desde el otro lado de la barra con un inalámbrico. Lo tomé, marqué el número de emergencias, di la dirección en la que me encontraba, y dije que un hombre acababa de ser atropellado y que estaba tirado en mitad de la calzada inconsciente. “Durante todo este rato ha habido un hombre atropellado en medio de la calle y has esperado a que te den un teléfono, sin entrar gritando para que alguien llamara inmediatamente con su celular. ¿Cómo has tenido valor para plantarte a escuchar lo que yo decía y contestarme esa chorrada de los suicidios navideños?”. Lo tomé por el brazo y me lo llevé a la calle, desde la puerta le enseñé el cuerpo seguramente sin vida del transeúnte, el Audi con el parachoques roto y la carrocería abollada, y toda la gente que empezaba a formar corro preguntándose cómo podía haber ocurrido aquello. “¿Qué pretendes decirme con esto?”. En el coche no había nadie, así que, señalando hacia la muchedumbre le dije: “¿Quién crees que es el conductor?”. Tras pensarlo dos segundos me contestó: “No lo sé, puede ser cualquiera de ellos”. No, no podía ser cualquiera, se trataba de un modelo demasiado lujoso para ser conducido por la mayoría de quienes se iban acumulando alrededor del aparatoso charco de sangre. “Mírame, llevo un traje de marca, botines de piel, y si te saco mi cartera verás que rebosa tarjetas de crédito. No puede ser nadie de ellos, soy yo. El coche es mío”.
Tras un breve silencio, contesté a la pregunta que estaba pasando por su cabeza. “Claro, y ahora quieres saber qué tiene que ver mi reacción en el bar con todo esto. Es simple. Iba conduciendo mi coche, a bastante velocidad, puesto que esta es una calle sin curvas que me conozco perfectamente. Mientras cambiaba de canción, ese idiota saltó desde detrás de aquel buzón de correos y se quedó inmóvil a tres metros del morro del auto. Quería quitarse la vida, y el azar decidió que el coche que lo tenía embestir fuera el mío. No me he molestado en pedir a nadie que haga una llamada urgente porque es evidente que ese tío deseaba estar muerto. Y es algo que me cabrea. No me malinterpretes, no me opongo a sus intereses, de hecho me parece fantástico que le haya echado un par de huevos. Pero el muy cabrón ha destrozado la carrocería de mi Audi nuevo a propósito”.
La única reacción que supo tener Vicente fue insultarme, y por eso, mientras se oía de fondo la sirena de la ambulancia que venía a recoger los despojos de aquel tipo, tuve que dejarle claro que el hijo de puta era él. Porque si no hubiera cretinos que fueran haciéndose el listo explicando historias falsas, como la de que todos los residuos que la gente separa en casa con toda su buena fe terminan amontonados en el mismo lugar, un chiflado no me hubiera destrozado el coche nuevo para terminar con su vida Nochebuena.
Chuelo: Miércoles 24 de diciembre de 2008
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